viernes

El restaurante.

Noté que el nuevo chef no tenía muy claros los puntos de cocción cuando vi cómo mi codorniz confitada salía volando por la ventana del restaurante. Fue entonces cuando decidí cancelar el segundo plato (jabalí bañado en salsa brava) y pasar directamente al postre.

Famélico y de mal humor por no haber probado bocado, esperaba ansioso que el dulce me hiciera recobrar la alegría. Pero al degustar una cucharada de la mousse casera que había pedido, se me partió una muela.

Entre gritos e injurias, le comuniqué todas mis quejas al metre. Éste, muy atento y amable, anotó cada una de mis reclamaciones en una servilleta de papel con la que luego se sonó la nariz.

Decidí marcharme sin dejar propina.


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lunes

El doctor y el paciente.

Capítulo 1.

–Doctor, ¿usted cree que algún día superaré mi hidrofobia?

–¿Puedo hablarle con sinceridad? Nunca he sabido qué significaba esa palabra –confesó el doctor mientras se hurgaba la nariz con ahínco y escondía sus hallazgos entre los pelos de su bigote–. La verdad es que llevo dos meses medicándolo para el estreñimiento. ¿No se nota usted más ligero últimamente? No, no me dé las gracias, lo hago con todos mis pacientes. Por cierto, ¿anoche vio la película Calígula? Me perdí el final y me gustaría saber cómo acaba. Sí, lo sé, es una película antigua, pero qué quiere que le diga, a mí me gustan los clásicos. ¿Ha visto ese pájaro? –añadió mientras brincaba de un sillón de tela lleno de lamparones y con las costuras descosidas, y se asomaba por la ventana.
–Pe… pero… oiga…
–Mire, le diré lo que haremos –retomó la palabra el doctor tras unos segundos. Y volviéndose hacia su paciente, dijo–: Le prometo que trataré su enfermedad, sea la que sea, con rigor, maña y dedicación si usted no le dice a nadie que uso minifalda en las consultas. ¿Hay trato? –y esperando la respuesta de su interlocutor se estiró boca abajo en el suelo y comenzó a hacer flexiones a la vez que emitía extraños sonidos guturales.
El paciente miró al doctor de hito en hito. Debe ser un genio, pensó, si es así de excéntrico es porque tiene una mente sobrenatural, pero no puedo aceptar el trato. Y levantándose de un colchón roñoso que cumplía las funciones de chaise long, exclamó:
–¡Lo siento, no puede ser!
El doctor se incorporó de golpe.
–¿Por qué no?
–Mire, salta a la vista que sin duda es usted un genio, esto lo acabo de pensar y también se lo digo en voz alta por si todavía no tiene telepatía. Pero no sé si soy digno de que alguien de su categoría derroche su valioso tiempo conmigo. Y por otra parte, creo que me podría sacar un buen dinero si le cuento a la prensa sensacionalista que un médico profesional pasa consulta con semejante atuendo.
–Está bien, se lo diré de otra manera. Si no acepta el trato, le pegaré tal rodillazo en la entrepierna que pondré en serias dudas su condición de futuro padre.
–No me diga más. Siendo sus razones de tanto peso acepto de buen grado.
Y para sellar el trato, el paciente abrazó al doctor y le dio una palmada en el culo.
–Dígame qué debo hacer –añadió mientras se ponía firme.
–Gracias, sabía que podría contar con su colaboración. Lo primero que tiene que hacer es ir a comprarme un diccionario. Pero tenga cuidado, porque si lo que le dan en la tienda es redondo y tiene estampados pentágonos blancos y negros, seguramente le quieran vender una pelota de fútbol. Es vital que no confunda estas dos cosas para que yo pueda estudiar a fondo el significado de la hidromofia esa que padece. Y para no perder más tiempo y que usted pueda llegar antes a la calle le recomiendo que se tire por la ventana.
–No pongo en duda la rapidez del trayecto que me propone y tampoco es por llevarle la contraria, créame, pero siendo yo hombre de recias tradiciones, si a usted no le importa, prefiero coger el ascensor. Por otra parte, si me pudiera dibujar en un papel el diccionario y la pelota para yo tener clara la diferencia entre ambas cosas y así ser más eficiente en mi compra se lo agradecería enormemente, pues además de hidrófobo, soy disléxico y, según mi mujer, también algo corto de luces.
El doctor atravesó la sala dando volteretas hasta llegar a su escritorio. Se sentó en una caja de cartón que tenía por silla. Abrió un cajón, removió dentro varios documentos y demás material de oficina, y sacó un bolígrafo y un trozo de papel. Respiro hondo, se rascó una axila y se puso a trazar las primeras líneas con pulso tembloroso.
Acabó los dibujos seis horas más tarde. Levantó la cabeza y vio al paciente durmiendo en el suelo hecho un ovillo. Por la ventana, parcialmente abierta, entraba la suave y refrescante brisa de la noche. Y en la calle no se escuchaba ni un solo ruido. Cansado, cerró los párpados y estampó la cara en el escritorio.

CONTINUARÁ.


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